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El corazón serrano y la nariz de Atahualpa
(La Tribuna del Pueblo)._ "Mi impresión es que el racismo no solamente está lejos de esfumarse en un sistema así. Al contrario, su valor simbólico como arma de control social crece. Tener derecho a cholear y ejercer una discriminación efectiva es uno de los trofeos del ascenso."
Lima, (La Tribuna del Pueblo)._ En Lima, tener rasgos indígenas no ‘pone’. No es necesario que te lo digan. Lo sabes desde siempre, desde que eres niño, lo intuyes porque la piel que sale en los catálogos de Ripley no se parece a la de la mayoría mestiza que sí vemos en el Jirón de la Unión o en la avenida Larco, porque los comerciales de televisión no representan lo que somos: incluso en los avisos de niños hay solamente chicos de facciones anglosajonas, quizás mediterráneas (como para dar color). Lo indio, que portamos la gran mayoría, se disimula o se omite. Y sólo se exalta nítidamente para lo marginal: en las estampas rurales, en los retratos de los niños pobres de las campañas de caridad. Es cierto que hoy hay más variedad: el emprendedor que lucha y vencerá es un poco más oscuro que hace treinta años, lo mismo que la mujer que lava la cocina con algún producto mágico, pero la belleza, la ilustración pura de la cima del éxito, es blanca. Y siguen existiendo discotecas que se reservan el derecho de admisión. Me dirán que exagero, que no es tanto así, que son muchos factores los que intervienen, que en esas discos, por ejemplo, alguna gente llega muy mal vestida y no la dejan pasar por eso, por pacharaca. Mentira. En Lima hubo y hay locales nocturnos donde el primer criterio de selección es tu rostro a la luz. La pantonera milenaria. El escáner más sensible. ¿Está en la lista, señor?
No es sólo en ámbitos pueriles (suponiendo que sea pueril arruinar un plan de juerga porque no contabas con tu aspecto). En un estudio que en unos años será clásico, investigadores de la Universidad del Pacífico enviaron currículos de mentira a varias empresas que ofrecían empleos. Incluyeron fotos. La mitad de los postulantes eran personas de tez clara y tenían apellidos tradicionalmente blancos. La otra mitad, postulantes de una apariencia más bien andina. Las calificaciones y la experiencia profesional eran equivalentes. ¿Qué pasó? Lo previsible. El segundo grupo recibió sólo la mitad de llamadas de respuesta.
No debería sorprender entonces que en el Perú esté pasando algo que ocurrió en España hace unos años. Allí, los cirujanos plásticos encontraron un nicho de mercado especial: el de cientos de jóvenes que querían arreglarse la llamada «nariz de Atahualpa». Peruanos, bolivianos y ecuatorianos pagaban miles de euros por estas intervenciones, para poder integrarse mejor. Recientemente, el periodista Wilfredo Ardito refirió en un artículo una conversación con un anestesiólogo peruano, que le comentó cuán abundantes se han vuelto este tipo de operaciones entre chicos de Lima que quieren parecer «menos indios». Lo consideran conveniente para conseguir un buen trabajo.
Digo: la nariz de Atahualpa no aparece en los rostros de los modelos de los comerciales. Tampoco está en el Miss Perú. Es un vestigio étnico que no hay por qué recordar. Un accidente. Una rémora.
Hay quienes dicen que todo está en el interior, que el que quiere salir adelante lo hará a pesar de las dificultades. Que los que sufren son los que se acomplejan, los que se discriminan solos.
Que sobran ejemplos de peruanos que en los últimos años amasan fortunas luego de una vida de marginación. Las personas que piensan así desprecian las manifestaciones antirracistas. Consideran que no es necesaria tanta bulla ni alharaca, pues la democratización seguirá su cauce natural. Esa es, justamente, la maravilla del mercado. Redistribuye el poder. Vuelve a parcelar, absorbe y reacomoda.
Lea aquí el artículo por Juan Manuel Robles.